Cuento:

“Limonada”

Cuento corto Limonada

“Este relato es basado en una experiencia personal que ocurrió en el verano de 1982, espero que lo disfrutes.”

Cuento: «Limonada»
Autor: Rojo Caballero
1a publicación:22-08-2011

 

Decían que yo no hablaba como un niño normal; de hecho, mi papá me llamaba Anormal. Pero no de mala manera. Según él, un niño de primero de primaria no debería tener un léxico tan amplio, ni ese gusto peculiar por encontrar oportunidades, como aquel caluroso día de verano.

Una de las cosas buenas del verano es la sed… bueno, la sed de los demás. Así podía ganarme unas monedas. No, no era avaro, pero las necesitaba: me habían castigado por romper un jarrón. Obviamente, no fue a propósito; estaba jugando con la pelota en casa, y sí, sabía que estaba prohibido y que debía jugar afuera “con los otros”. Pero así eran las cosas, y tenía que reponer lo que había roto.

Una tarde especialmente calurosa representaba una oportunidad. Imaginaba a los trabajadores caminando cuadras y cuadras sin sombra después de sus pesadas jornadas; a los niños jugando en la calle, todos clientes potenciales.

Sin embargo, había alguien en la cuadra que afectaba mi negocio: Doña Fina. Me debía lo de todo el mes. No era mala paga, ni me robaba, pero siempre insistía en que fuera a su casa a cobrarle… y no me gustaba (eso de irle a cobrar a una viejecita no iba con mis principios morales). Los otros niños decían que no iba por miedo; pero ellos decían muchas cosas: que si era bruja, que se convertía en animal, que yo estaba muy chico para jugar béisbol y otras tonterías.

Preparé otra jarra. Mi madre descansaba en su alcoba. Me quería mucho, pero estaba muy cansada desde que había nacido mi hermanito. Yo trataba de no molestarla; seguramente peinaba su larga cabellera negra, lo suponía porque se escuchaba la tonadita celestial del alhajero. Era precioso, pero nunca me dejaban tocarlo: “Es de cristal cortado”, repetía mi padre. Dentro de la tapa había un espejo, tenía aplicaciones doradas y turquesa. El corazón del mecanismo era un pequeño cilindro que ofrecía su música sin necesidad de encordarlo. Me hipnotizaba.

Con dos cucharadas de azúcar y el jugo de seis limones, estaba listo para vender. Me quedaban tres jarras más para juntar lo suficiente y pagar el dichoso jarrón. Escuché pasos afuera. ¿Y si le cobraba a Doña Fina? Hasta podría comprarme otra pelota.

Me instalé en mi puesto: jarra, vasos, hielo, mi caja registradora. Entonces los niños bajaron la voz. Debía ser Doña Fina. Aún no la veía, pero era la única razón por la que todos en la cuadra paraban de correr y gritar. El silencio se apodero de la calle. Ella había llegado.

A señas, me pidió un vaso. Se lo pasé despacio. Creo que lo llené demasiado porque se derramó un poco; no era porque me temblara la mano. Bebió a varios sorbos y luego aclaró la garganta:
—¿Ya cuánto te debo, muchacho?
Hice unas operaciones en mi libreta.
—Al día de hoy: quince cincuenta, Doña Fina.

—¡Que no mires a los ojos a tus mayores, es de mala educación!
Golpeó mi puesto con su bastón y a mi con su regaño. Tragué saliva. Ahora era yo el que de repente tenía sed.
—Sí, señora…
Con la vista al suelo extendí la mano para recibir mi dinero, y ya de espaldas me ordenó
—Ve a mi casa y si eres prudente y educado hasta propina te voy a dar.

Excelente, dieciséis más… metí la mano a mi bote registradora… No lo podía creer ¡Estaba vacío, ni un centavo! Sentí como la presión subía por mi pecho hasta detrás de los ojos, no sé qué cara habré hecho, que se acercó la pandilla, mientras murmuraban sus tonterías de cosas paranormales.
—¿Qué te pasa, te comió la legua el gato?
Dijo el primero en llegar.
—¿O, te hechizo la bruja?
Siguió el más mugroso de todos.
— Nada, que no tengo nada, ni un centavo ¡Desapareció mi dinero!
Les expliqué en cuanto recuperé el habla.
— Seguro fue un maleficio.
Aseveró Esteban, el mayor y cabecilla del grupo.
— ¡Esas cosas no existen!
Reprendí.
— Es bueno saber que no crees en “esas cosas”.
— Sí, no creo en patrañas, yo creo en la ciencia.
— Está bien, ¿Y, sabes porque te digo que es bueno?
Negué con la cabeza, intentando acomodar mis ideas.
—Si me das un vaso de limonada te digo.

Le di a Esteban un vaso (lo que hacen algunos por limonada gratis). Después de un largo trago explico con tono experto.
— Bien, todos sabemos que tú eres al único al que ella ha invitado a entrar a su casa. Y todo el mundo sabe que no puedes entrar a casa de una bruja si no eres invitado a entrar, ¿verdad?
—Supongo.
Respondí aunque no me gustaban para donde iban sus deducciones.
—Pos, ella jamás nos ha regresado ni una pelota de las que han caído en su casa. Y Diosito sabe, que se las hemos pedido por las buenas.
Asentí con la cabeza (temiendo lo que venía)
—Te propongo un trato.
Sacó un pañuelo y, con un chasquido de dedos como orden, recogió en él los tesoros y monedas de toda la pandilla.

— Mira, como tú eres un científico y “no le tienes miedo a nada”, te apuesto todo esto a que no entras y te traes una pelota de béisbol de las que se roba la doña.
— ¿Y si no puedo?
Pregunté en automático
— Pos, ¡nos darás limonada gratis a todos lo que queda de las vacaciones!
No sabía sí aceptar, había cuestiones morales que considerar.
— Bueno, si tienes miedo, entonces…
— ¡Qué no tengo miedo!
— ¿Pos… que dices?
— Co, co, co, cobarde.
Sólo eso me faltaba, hasta el tartamudo intentaba burlarse de mí.
— Y sí traes una de las nuevecitas, hasta te dejaremos jugar béisbol con nosotros.

Mi honor estaba en juego, lo único que podía responder era un
—¡Acepto!

Me escuche decir a mí mismo antes de haberlo resuelto, maldita sea. Con un apretón de manos, previamente ensalivadas, cerramos el trato.

Me tomó el resto de la tarde, pero encontré la forma de salir de este predicamento. Había elaborado un plan infalible: tendría que llevarle un vaso de limonada “de cortesía” y hielo aparte en otro, junto con unas servilletas en una charola que había tomado de la cocina, lo único que tenía que hacer era agarrar una pelota y esconderla debajo de la charola mientras ella bebía su limonada y listo, para cuando se la hubiese terminado yo tendría en mi poder el dinero y una pelota de béisbol, no podía fallar.

Casa cuento paranormal real

Toqué la puerta de la cerca, que se abrió sola (por su mal estado, claro está, no por magia, fantasmas, o casas embrujadas). Miré atrás, toda la pandilla estaba agazapada viéndome desde el otro lado de la calle, el Metralleta levantó el pulgar y apenas dibujo una sonrisa (vaya apoyo). Respiré profundo y seguí avanzando, su jardín estaba muy descuidado, por eso la tachaban de bruja, el pasto y la hierba estaban casi de mi tamaño, la pintura de la fachada parecía caerse a pedazos, usaba lámparas de gas y velas en lugar de luz eléctrica, y olía muy raro…

Algo paso volando por la ventana. Las cortinas se movían por la inercia, mi piel se erizó, era algo blanco, grande, pero no alcance a ver que fue, cuando consideraba mejor regresar (y ser el aguador oficial de la pandilla) se escuchó su voz desde el interior de la casa.

— ¡Adelante, pasa!

La puerta no tenía seguro, apenas la empuje, y con un rechinido se abrió completamente, casi se me cae la charola y mi plan se viene abajo junto con ella. Pero me calmé con un respiro hondo, el olor era más intenso, cómo entre alcohol y podrido. Conservé la calma lo mejor ue pude.

—¿Doña Fina…?
— ¡Toma el dinero, está en la mesita adelante de ti!, ¡Y no toques nada más!

Me ordenó desde otra habitación al fondo de la casa.

Tomé el dinero (adiós castigo), puse los vasos en la mesa, y cuando di media vuelta para salir encontré el tesoro, arriba de la alacena de la cocina había un montón de pelotas de béisbol, eran unas veinte o treinta, si tomaba una, ni cuenta se iba a dar (sería mucho más sencillo de lo que pensé).

Sin hacer el menor ruido acerqué una silla, me subí sigiloso como un gato, coloqué un pie para equilibrarme en el mueble, que se quejaba por mi peso con un chirrido oxidado, palpaba a ciegas la parte superior, mientras con la otra mano me sostenía del estante, tenía que hacerlo con todo el cuidado del mundo para no mover ninguna de las botellas con líquidos y cosas extrañas ahí amontonadas. Revisaba una a una las pelotas para escoger la de mejor estado (mi padre siempre decía que si vas a hacer algo, tienes que hacerlo bien o mejor no lo hagas)

— ¿¡Ya viste tu dinero, muchacho!?
Un escalofrío recorrió mi espalda cuando escuche detrás de mí a la anciana. Para mi suerte aún no estaba en la habitación.

— Sí, gracias Doña Fina.
Con el botín en mano di un triunfal (e innecesario) saltito de la silla al suelo, el respaldo de la silla topó con la alacena, el mueble tembló sólo un poco, lo suficiente para que una pelota rodará y golpeara otra, y esta a su vez otra más (y como en cámara lenta) en menos de lo que alcance a reaccionar las pelotas caían al estante, aventando al suelo las botellas, cuando estás se rompían los líquidos quedaban libres y los olores se volvieron más penetrantes y asquerosos…
— ¿¡PERO QUÉ HAS HECHO, DEMONIO!?

El grito de doña fina superaba al de las botellas estallando. La sombra blanca apareció ante mí, era una lechuza, pero una gigante, revoloteaba, parecía que quería sacarme los ojos, yo braceaba inútilmente para intentar quitármela de encima, eché a correr con todas mis fuerzas, salí de su casa, sentía las alas de la lechuza en mi nuca, los gritos de la pandilla eran ensordecidos por el ulular en mi espalda, despavorido entre a mi casa intentando ponerme a salvo, la puerta de par en par dejo entrar al ave, grite a mi madre, y no contestaba, sin parar mi carrera entre a su habitación, pero mi mamá no estaba, mi hermanito comenzó a llorar a todo pulmón, de reojo vi que la lechuza que se abalanzaba sobre nosotros, le tiré la pelota, pero falle, me tropecé, intenté no caer sobre el alhajero, ahí fue cuando la vi, en el espejo pequeño de la caja de cristal, vi sus ojos inyectados de sangre, pero eran ojos de mujer (¿Era la mirada desencajada de Doña Fina?); cerré lo más fuerte que pude los míos, queriendo despertar de la pesadilla, pero caí de bruces al suelo; quede sin aliento, escuche un golpe en seco, inmediatamente después cientos de notas agudas y angelicales llenaron la habitación, eso me hizo recobrar la respiración, poco a poco, y como por arte de magia, los tintineos armónicos nos calmaron a mi hermano y a mí, abrí los ojos, los pedazos de luz se paseaban por todas partes, parecían como bailando al compás de la melodía junto con el cristal cortado hecho añicos y su celestial melodía. Mi mamá entró y por fin todo estaba en calma.

Decían los muchachos que al día siguiente habían encontrado a Doña Fina desangrada en la calle, pero ellos decían muchas tonterías, sin embargo nuca más volvimos a saber de ella y su casa quedó definidamente abandonada.

FIN.